Sebastián de Belalcázar, fundador de ciudades, destructor de pueblos Sebastián de Belalcázar, Founder of Cities, Destroyer of Towns
Contenido principal del artículo
Cómo citar
Resumen
Se escribe este artículo en tiempos de la pandemia a la que estamos sometidos, considerando que en septiembre del 2020 los indígenas Misak se arriesgaron a tumbar la estatua del fundador de Popayán que fue ilegítimamente erigida en la cúspide de una pirámide indígena de carácter prehispánico que allí había. Obviamente esa acción desató la polémica de si los indios habían actuado con razón o sin razón, por lo que el presente escrito intenta dar una respuesta, apelando al incontrovertible hecho de que, aunque la historia es escrita por el vencedor, siempre cabe la posibilidad de revisar las fuentes utilizadas por los sucesivos historiadores y proceder a una revisión de la misma con una mayor objetividad y una más grande justicia sobre el pasado de todos nosotros. Para finalizar, dadas las noticias que del mundo nos llegan, es una realidad que alrededor del planeta se ha venido dando un proceso de destrucción de los símbolos que han significado esclavitud, explotación de los recursos naturales no renovables y el exterminio de los pueblos para aligerar de ellos a un universo ya suficientemente escarnecido por hechos fatales como el cambio climático o la pandemia referida.
Palabras clave:
Fuentes históricas, Cronistas primigenios, conquista, colonización y destrucción de pueblos, esclavitud, reescritura de la historia, reivindicación de los pueblos originales y verdad histórica..Abstract
This article is written in times of the pandemic to which we are subjected, considering that at the beginning of it the indigenous Guambianos risked toppling the statue of the founder of Popayán that was illegitimately erected on the top of an indigenous pyramid of pre-Hispanic character that there was. Obviously, this action sparked the controversy as to whether the Indians had acted with reason or without reason, and the document attempts to provide an answer, appealing to the incontrovertible fact that, although the story is written by the winner, it is always possible to review the sources used. by the successive historians and to proceed to a revision of the same, tending for a greater objectivity and a greater justice on the past of all of us. Finally, given the news that reaches us from the world, it is a reality that around the planet there has been a process of destruction of the symbols that have meant slavery, exploitation of non-renewable natural resources and the extermination of peoples, to lighten from them to a universe already sufficiently mocked by fatal events such as climate change or the aforementioned pandemic.
Keywords:
Historical sources, early chroniclers, conquest, colonization and destruction of peoples, slavery, rewriting of history, vindication of the original peoples and historical truth..El presente artículo es una reflexión cuidadosa del tratamiento y escogencia que los historiadores dan a sus fuentes con el objeto de hacer coincidir sus contenidos con sus intereses ideológicos, personales o de grupo. Para ello se ha escogido un episodio determinante de la historia de la conquista de Colombia como es la invasión de los primeros españoles por el sur de Colombia, de las huestes que acompañaron a Sebastián de Belalcázar en sus viajes de poblamiento de las provincias de Nariño, Cauca y parte de Antioquia meridional cuando el español Sebastián Moyano fundó las ciudades de Pasto, Popayán y Cali. Haciendo amplio uso de las fuentes primarias como documentos de Archivo y cronistas originales, se procede a una crítica constructiva de los primeros historiadores de Popayán, quienes en su afán político e ideológico se permitieron construir una historia que favoreció grandemente a los protagonistas europeos, sin tener muy en cuenta las poblaciones y los pueblos indígenas que con ello se veían y se vieron grandemente perjudicados.
Por qué la violencia en Colombia
Al examinar la Historia de Colombia, sus innumerables relatos y metarrelatos primarios y secundarios, surge una pregunta desde la disciplina: ¿por qué en el país no se cumple aquella hermosa intuición de Vico, el historicista del siglo XVII quien dijo: “...los limitados y mezquinos fines de los hombres se convierten (en el decurso de la historia) en servidores de los más altos fines divinos y concurren siempre a la conservación del género humano sobre la tierra”? (citado por Meinecke, 1982, p. 58). Y las preguntas se pueden extender: ¿por qué en Colombia, uno de los países más católicos del mundo, los limitados y mezquinos fines de los hombres por el contrario imperan y la vida humana sencillamente no tiene valor? ¿Por qué la supuesta base de la doctrina católica, los sentimientos de bondad, perdón y amor, no tiene vigencia en estas tierras y entre nosotros no actúa esa “astucia de la razón” enunciada por Hegel, que hace de los hombres y sus instituciones (a excepción del milagro) el medio predilecto del espíritu del mundo para manifestarse?
La constante de la guerra civil o social, la guerra política, la económica, la simple violencia escueta (que no es de manera alguna una variable independiente) está presente prácticamente en todas las épocas de nuestro pasado. Como historiadores, o simplemente como seres humanos, elementales y humildes, cabe preguntarse: ¿han cambiado a través de los tiempos las circunstancias de violencia, la calidad de sus actores, las intencionalidades y las modalidades, sus múltiples y escalofriantes expresiones? Si bien es cierto que el garrote, el cuchillo y el machete han sido reemplazados por la motosierra, el galil, el AK 47, la bomba antipersonal y el tatuco, ¿se ha transformado la guerra en sí, cruel y despiadada, o nuestros esquemas cognitivos y nuestras psicologías (como un mecanismo acomodaticio más) se han adaptado a las circunstancias para aceptar la tozuda y pertinaz persistencia de las contradicciones que nos asedian para, de manera taimada, enmascarar y a la vez conservar (cada uno a su modo) el statu quo? ¿O, al otro lado de la secuencia, se trata ni más ni menos de una actitud deliberada impuesta a todos por los más fuertes, de una estrategia descarada y siniestra, consiente y sistemática de guerra de exterminio de los más débiles, como asevera Antonio Caballero? (Semana, 2004).
Vale la pena indagar. Por lo menos poner a prueba la curiosidad. ¿Ha valido el tiempo transcurrido desde que se fundó la Academia de Historia (mayo de 1902) para que los colombianos de hoy tengamos a nuestra disposición una versión objetiva de la historia y podamos proceder a la ineludible depuración? Esto porque los individuos y los pueblos tienen necesidad de catarsis, de la imperiosa necesidad de limpiar sus pecados. El exorcismo es necesario para que la conciencia esté en capacidad de mitigar los recuerdos más oscuros y los periodos más desastrosos para alcanzar el bienestar, como los norteamericanos con su “conquista del oeste” que no solamente fue historiada, sino representada e ideologizada en el cine, la TV y el cómic, o los rusos, que durante la Guerra Fría glorificaron hasta la saciedad la resistencia contra los fascistas con lo que justificaban su dominación sobre otros pueblos y dejaban testimonio de su convencimiento (ya historia) de que eran ni más ni menos que la punta de lanza de la historia.
El hecho es que en Colombia no hemos realizado tal catarsis ni hemos practicado depuración alguna; asimismo la violencia, una de las actividades que rige nuestros destinos y enseñorea nuestros titulares, determina nuestra presencia y dibuja nuestro devenir, la dejamos a la deriva, la dejamos ir a cuestas y bajo la responsabilidad de sus propios actores y de los así llamados “comunicadores sociales” que han logrado reemplazar en nuestras vidas a los literatos, a los filósofos, a los sociólogos y a los historiadores. El resultado es que la mayoría de colombianos (sobre todo en las áreas urbanas) hablan de un conflicto en el que nada tienen que ver. Solicitan que se los deje al margen. Pero se debe poner de presente que ello siempre ha sido así: la violencia -considerada clásica- de pájaros, cachiporras y chulavitas, de Sangre negra, chispas y desquite de los años 50 y 60, los temidos bandoleros, materializada en espantosas matanzas y atroces mutilaciones contra miserables campesinos que no tenían nada que ver, se vivió con relativa indiferencia en los centros urbanos -güisqui, cerveza o aguardiente en mano- a través de la radio, los chismes y los diarios. En cafés, clubes, tiendas, billares y cantinas se hablaba con cierto temor, pero con admiración y deleite, de las barbaridades de tales bandidos, del corte “franela”, “el corte tamal” y el corte “ganso” y de las hazañas de Guadalupe Salcedo, Eliseo Velásquez, Dumer Aljure, etc., hasta el punto que la figura de Efraín González, un bandolero que llegó a desafiar al mismo ejército dotado de enorme armamento, era un auténtico mito: su imagen y su nombre no solamente se veneraban en veredas de Boyacá y Santander, sino en el café Automático de Bogotá y en el Congreso Nacional.
A pesar de los numerosísimos programas académicos universitarios (alrededor de 11.000), los colombianos de todos los estratos somos “analfabetos funcionales” y en Colombia se lee menos de un libro al año, uno de los promedios más bajos del mundo. Y se da la paradoja que ocupamos el segundo lugar en Latinoamérica en materia de producción de libros y en países como Perú o Venezuela los tipógrafos son de origen colombiano. Pero se trata de colombianos exiliados porque el oficio de tipógrafo está relacionado inextricablemente con el pensamiento y en Colombia el pensamiento, a pesar de la libertad o libertinaje de expresión, la libertad de cátedra, la “autonomía” universitaria y los teléfonos celulares, todavía está constreñido. Producimos libros no para leerlos, sino para exportarlos. ¿Por qué? Porque es simplemente un buen negocio.
Hay múltiples maneras de producir ignorancia real y concreta de manera indirecta, subliminalmente, sin que nos demos cuenta, y una de ellas es la saturación de información, que es tan abundante que no logramos asimilarla. Cuando un evento alcanza su clímax, ya hay otro de mayor magnitud que lo sucede y opaca inmisericordemente. Por otra parte, están las disposiciones oficiales o la acción del Estado que, a través de la ideología, desde los supuestamente ya lejanos tiempos coloniales han servido para silenciarnos y ocultarnos la verdad. Lo que explica la eficacia del discurso religioso y la relativa ineficiencia de la escuela en nuestro medio (excluyo los colegios de elevado costo), que no está en capacidad de enseñar a hablar y escribir la lengua materna, no proporciona el conocimiento de un idioma foráneo (el 12% de las becas al exterior se pierden por ausencia de un idioma extranjero, sobre todo el inglés), y no enseña historia, geografía, química ni tampoco enseña matemáticas.
En el mejor de los casos pudimos memorizar los nombres, los postulados, las fórmulas y las fechas que llamaban importantes para olvidarlos de inmediato después de la evaluación. Las ciencias humanas, sociales, exactas y naturales de que nos embadurnan la escuela y el colegio son parciales, eminentemente teóricas, aburridas y faltas de sentido. No tiene la menor importancia que José Celestino Mutis, irónicamente considerado el primer científico colombiano (no era colombiano ni tampoco científico), se hubiera peligrosamente esforzado a finales del siglo XVIII porque en los colegios de la capital del Virreinato, Santa Fe de Bogotá, se enseñara a Copérnico. Los dominicos no excomulgaron a Mutis, tampoco lo encarcelaron ni quemaron, pero lograron algo mucho más efectivo: lo amordazaron. Y la física de Aristóteles, o si se quiere la ausencia de física, siguió imperando en Colombia hasta hoy.
A pesar de las horas de desvelo y las pestañas quemadas de los estudiosos desde Francisco José de Caldas hasta nosotros, todavía seguimos siendo entes escolásticos. Por nuestro entendimiento no ha pasado Kepler, ni Galileo, ni tampoco Newton, y de Einstein no conocemos sino su célebre fotografía y su melena. Que era medio ido. Así, niños, niñas y jóvenes siguen pensando que el balón se detuvo ante sus pies porque se le acabó el empuje primigenio (patada) o que la muñeca se cayó y rompió porque Dios así lo quiso, desconociendo de plano la ley de gravedad y la entropía. Y debemos estar agradecidos porque el pueblo raso no piense que el sol es el que le da vueltas a la tierra, pero sí conmovernos ante su ignorancia de qué es en realidad un eclipse de luna, o cómo funciona la fotosíntesis, y conmovernos aún más del despiadado convencimiento de una madre, cualquier madre, de que la causa primordial para que su hija ganase una medalla olímpica fueron de manera definitiva sus constantes oraciones a la Virgen. En este orden de ideas, la mayoría de nuestros coterráneos sigue pensando que la conquista trajo la “civilización” y, aunque han escuchado las palabras “plurietnicidad y multiculturalidad”, estas, que aún no están en el diccionario y tratan de inducir a alguna reivindicación histórica para pueblos agredidos y despojados (hoy “minorías étnicas”), están vacías de contenido y flotan por los cerebros despojadas de significado lo que las hace incomprensibles.
Ahora bien, los colombianos de todos los estratos, todos los colores y todos los fenotipos son intolerantes y excluyentes y esa intolerancia y esa exclusión no pueden venir de otro lado que de la religión católica que prácticamente, como una expresión de fundamentalismo más, nos convenció de que fuera de su doctrina no había salvación. La separación entre el yo y el otro fue y es tan fuerte en Colombia, que inclusive los antropólogos consideran al indio y al negro, sus tradicionales objetos de estudio, como seres de diferente naturaleza, como dice Svetan Todorov (1989) “como el otro ajeno en realidad a mí”. En escuelas y colegios se sigue enseñando la Historia de hace 50, 100 o 200 años: en primer término, una exaltación a los símbolos patrios, símbolos que, si alguna vez tuvieron sentido, hoy ya no.
El caso del escudo es meramente sentimental: prácticamente ya no existe el cóndor en los Andes y Panamá siempre fue de Panamá. La presencia de la cornucopia, distintivo de abundancia y prosperidad, se avergüenza ante los ya cuantiosos desplazados e indigentes que vagan por las calles. Inclusive por fuera del Bronx. Según la Contraloría General de la Nación, en Colombia hay 44 millones de habitantes de los cuales 28 millones son pobres. No hay nada qué decir de la letra del himno nacional, pero en las escuelas y colegios de nuestro país todavía se ensalza al héroe y al santo, al actor violento, al líder y al caudillo (y los motes “indio” y “negro” son peyorativos). Al respecto escribe José Mosquera (Semana, 2004-09-13), activista de los derechos de las etnias: “Tres expresiones sintetizan la realidad económica, política y social de las minorías étnicas en nuestro país: exclusión, invisibilidad y estigmatización”.
El racismo y el caudillismo atraviesan nuestros textos de enseñanza de la Historia, si es que existe alguno, y las estatuas de piedra de hombres violentos que causaron enorme daño, tutelan nuestras ciudades y todavía tienen vigencia en las maneras oficiales de contar el pasado. No se admite que somos un país de mestizos, de negros y de indios. Valga el ejemplo de Antioquia, considerada la cuna de la “raza antioqueña”. Jorge Giraldo (Semana, 2004), director del Observatorio para la Equidad y la Integración Social, escribe:
Antioquia no es un departamento blanco como lo tenemos en el imaginario. Un sólo ejemplo: el censo de población de 1806 arrojó que, en Antioquia en ese año, el 54 por ciento de la población antioqueña era mulata; el 22 por iento, mestiza; el 17 por ciento, negra y el 5,8 por ciento, blanca”. (p. 14)
La investigación del Observatorio, al igual que la realizada por el Departamento Nacional de Planeación, reafirma lo que ya se conocía, al señalar que en “Antioquia viven 1.215.985 negros, el equivalente al 26 por ciento de la población negra del país, y que Medellín ocupa el quinto lugar entre las ciudades con mayor número de población negra” (p. 14). Lo que indica que los negros en Antioquia representan el 23 por ciento de la población del departamento.
Todo ello a pesar de la Historia Extensa de Colombia, de historiadores como Indalecio Liévano Aguirre, Álvaro Tirado Mejía y Jaime Jaramillo Uribe, de etnohistoriadores como Juan Friede y Kathleen Romoli, a pesar de los profesionales de la Nueva Historia, de los historiadores norteamericanos y franceses asombrados con Colombia, a pesar de los profesores del departamento de Historia de la Universidad del Valle, de la Universidad Nacional (cuna de los violentólogos), de las Universidades de Antioquia y Santander y sus invaluables aportes a la historia regional, así como la esforzada y tenaz labor del Instituto Colombiano de Antropología e Historia de extremo valor y en la que se incluye a los arqueólogos. ¿O todo ese enorme trabajo intelectual social acumulado no ha logrado reflejar entre nosotros la irrebatible realidad?
Esa falencia que nuestra “muy avanzada y desarrollada disciplina histórica” no haya satisfecho nuestras ineludibles necesidades culturales y no haya servido para atenuar, aliviar o suprimir la violencia permanente que nos azota incontenible cada día, está en una particularidad de nuestra disciplina que existe desde que Heródoto decidió ser reconocido como padre de la historia y que a él también lo afectó. Hay que manifestar que otra manera de ocultar la realidad o de falsear los hechos históricos está imbricada entrañablemente en la misma naturaleza de la historia pues la misma disciplina cuenta con formas de “auto controlarse”, y el historiador, cualquiera que sea su estirpe, su calibre, o su forma de pensar, se sale con la suya y construye el mejor relato posible, el más adecuado a sus conveniencias e intereses personales o de grupo. Esa particular manera de ocultar la historia se plasma en primer término (porque es una forma compleja) en el modo como escogemos o desechamos nuestras fuentes y en segundo, más importante aún, de su particular manipulación e interpretación. Para instruir tal procedimiento me voy a referir a un caso perteneciente a la historia colonial, evento o proceso creador de parte de nuestra nacionalidad que de una u otra manera ha sido ocultado o manejado a comodidad por los sucesivos historiadores.
Los historiadores de Popayán y Sebastián de Belalcázar
El caso de Sebastián de Belalcázar, es decir, las acciones de los primeros conquistadores en el sur de Colombia, es un mito fundador que abarca una temporalidad de dos décadas y media (1535-1550) y un espacio que va desde el norte ecuatoriano y los departamentos colombianos de Nariño, Cauca, Valle del Cauca y Huila, hasta el sur de la actual Antioquia. Se trata de un sencillo ejercicio de investigación basado en las fuentes disponibles (crónicas ante todo) que son: Pedro Cieza de León (1553, 1984), Bartolomé de Las Casas (1552, 1985), Juan de Velasco (1789, 1981) y por su intermedio el padre Niza, cura de la hueste de Belalcázar durante su campaña militar en el norte del actual Ecuador, y el capitán Alfonso Palomino, integrante de la hueste de Juan de Ampudia y Pedro de Añasco y posteriormente del mismo Belalcázar que, como es bien sabido, fueron los primeros militares europeos en penetrar nuestra frontera meridional. Y, finalmente, el historiador Jaime Arroyo (1862, 1955) y sus comentaristas posteriores. Las otras fuentes deben ser consultadas en la bibliografía general.
Jaime Arroyo fue el primer historiador regional quien, junto con el militar Joaquín Acosta, hizo aportes a la historiografía en el siglo XIX. Joaquín Acosta (1848, 1953), personaje predominante en la época, hizo conocer del público en general, entre otras cosas, el famoso Requerimiento que según el historiador fue leído por primera vez a los indios de las costas septentrionales de Colombia. En cuanto a Arroyo, sobresaliente payanés y conservador en política, terminó de escribir su historia en 1862. Cuando Tomás Cipriano de Mosquera ganó la guerra contra los Arboleda, derrocando al presidente Mariano Ospina Rodríguez (única vez en la historia que una insurrección armada triunfa en Colombia), Arroyo se vio obligado a viajar a Bogotá donde murió al año siguiente de 44 años de edad. Su trabajo fue publicado por primera vez en 1907.
La edición de 1955, que es la que utilizo, fue corregida y aumentada con notas al margen por Antonino Olano y Miguel Arroyo Diez, pero se debe aclarar que no incluye la cronología que se anuncia en el título. Esta habrá de aparecer en la Revista Popayán y en la obra de epígonos de Arroyo como Arboleda Llorente y Arcesio Aragón. El relato de Arroyo tiene el mérito de ser la primera historia regional después del trabajo del cronista Velasco mencionado. En un tono heroico y convencional, como de versión definitiva, el historiador payanés crea el mito de Belalcázar y para ello lo adorna con detalles como el de hacerlo arribar a América en el 3.er viaje de Colón1. La incondicional adhesión de Arroyo a la hispanidad que representaba ese conquistador está concretada en el siguiente párrafo:
Lo poco que sabemos de la historia de América anterior a la conquista, muestra bien cuán profundos eran los odios que dividían los indígenas, cuán sangrientas y desastrosas eran sus luchas y cuán vilipendiosa y cruel la tiranía que entre ellos ejercían los fuertes sobre los débiles. Sin esto, a pesar del valor y demás cualidades físicas y morales de los españoles del siglo XVI y sus proezas casi mitológicas, es casi seguro que no hubieran sometido el Nuevo Mundo a la corona de Castilla. (1955, pp. 74, 83)
Y Belalcázar, llamado en realidad Sebastián Moyano, como es de sobra conocido, será uno de los protagonistas de la ocupación española del norte de Ecuador y el suroeste de Colombia, que fue un movimiento sin solución de continuidad de lo que se conoce como la “conquista de los Incas” o del reino del Perú (Cf., Hemming, 1982). Ello significa que, en todo momento, desde que se embarcó en la aventura después de haber merodeado e intentado hacer “fortuna” en América Central hasta que le fue otorgada la Gobernación de Popayán en 1540, Belalcázar actuó como subalterno de Francisco Pizarro y todos sus movimientos a espaldas de su mentor (que constituyen la penetración a la actual Colombia), considerados un delito por los contemporáneos.
Hay que resaltar que la generalidad de los historiadores otorga a los eventos que nos ocupan un sentido heroico y romántico, cuando hace hincapié en un curioso evento que habría tenido lugar en la actual provincia ecuatoriana de Latacunga, donde un subalterno de Belalcázar, un tal Daza, hizo prisionero a un indio llamado Muequetá venido de un lejano lugar llamado “Cunderrumarca, o Cundelomarca” que se supone era el altiplano cundiboyacense. El historiador José Rumazo González (1946), empedernido difusor de la leyenda, informaba que el “chibcha” Muequetá expuso a sus captores hechos extraordinarios y de inmediato, bajo el mote de “el hombre dorado”, fue incorporado a la expedición. En la aventura encontró la muerte junto con los numerosos yanaconas2 que acompañaban a las huestes. Se generaba la leyenda de El Dorado3 que en las narraciones más tradicionales es tomada como cierta, siendo más bien un problema sujeto a conjeturas. El toponímico “Cundelumarca”, por ejemplo, es considerado por Jijón y Caamaño (1936) como de origen quechua o aymará, mejor, una posible variación del quechua Cunturmarca (tierra de cóndores) y original, según Rumazo, de la provincia de los Chachapoyas al oriente de Quito. Lo importante aquí es subrayar que en mi concepto tales fantasías justifican los excesos violentos europeos (que algunos historiadores ni siquiera refieren), agrupándolos bajo la ecuánime y justa búsqueda de riquezas y derechos por parte de los advenedizos, lo que habría acicateado -de una manera involuntaria- los más bajos instintos.
Pero dejando a un lado la leyenda, las primeras acciones españolas y portuguesas (Portugal era entonces parte de España) en el norte de Ecuador y sur de Colombia llamaron la atención y llegaron a oídos europeos de manera tardía, en forma de misivas personales que describían a personas influyentes o al mismo Rey de España la crueldad y los horrores de la ocupación, o a modo de denuncia en el momento cuando la discusión sobre el fuero indígena estaba en todo su furor. Era cuando se generaba la aborrecida por algunos “leyenda negra”, donde, en manos de gratuitos detractores ingleses y franceses, España quedaba mal librada, pero también donde personajes como Pascual de Andagoya, “noble” y natural español, presente en el valle del Cauca de manera imprudente e inoportuna cuando Belalcázar había partido para España a hacer reconocer sus “descubrimientos”, tendrían mucho que ver. Por el año del Señor de 1540, Andagoya escribía al emperador Carlos V lo siguiente:
[...] quando aquí entraron los primeros españoles (Ampudia, Añasco y Belalcázar) avía en estas treinta y dos leguas (desde Cali hasta el Patía) sobre çiento y çincuenta mill casas no avia palmo de t(ie)rra q(ue) no estubiese sembrado de los naturales no avia casa una con otra que no tubiesen tres o quatro honbres syn la gente de mugeres y criaturas y en todo eso se allan agora por copia qu(a)tro mill e novecientos yndios antes menos que más como vuestra magestad vera por çierta declaración que el Cabildo de Popayán hizo (…) y la memoria q(ue) de ello ay agora (la población indígena original entre Cali y Popayán) es los hedificios y dezir aquí fue troya en todo el sitio y asiento de Popayán no puede salir nadie q(ue) no vaya por ladril(l)ado de cabeças y huesos de muertos no puedo dexar de llorar muchas lágrimas de v(er) tan gran perdiçión [...] (en Tovar, 1993, pp. 201-202)
Por su parte, el dominico Bartolomé de Las Casas denunció e hizo conocer del Rey, del Consejo de Indias y del público europeo en general, además de otras, las acciones españolas en tierras del norte de Ecuador y sur de Colombia en su célebre Brevíssima Relación de la Destruyción de las Indias, escrita en 1546 pero salida a la luz en 1552 dos décadas después de ocurridos los acontecimientos. En el estilo obsesivo del religioso, el acontecimiento es uno de los más patéticos del libro y según el autor, sus datos provenían de testigos presenciales:
[...] y dicen los que agora vienen de allá que es una lástima grande y dolor ver tantos y tan grandes pueblos quemados y asolados como vían pasando por ellas (las poblaciones indígenas), que donde había pueblo de mil e dos mil vecinos no hallaban cincuenta, e otros totalmente abrasados e despoblados. Y por muchas partes hallaban ciento y doscientas leguas e trescientas todas despobladas, quemadas y destruidas grandes poblaciones [...] (Las Casas, 1985, p.155)4
Los testigos presenciales a los que aludía Las Casas eran el franciscano Marcos de Niza (quien acompañó a Belalcázar desde el sur hasta Quito) y un soldado de la hueste de Juan de Ampudia o del propio Belalcázar de nombre Alfonso Palomino, mencionado, que habría escrito una información verídica que daba cuenta de las barbaridades de los hispanos en el valle del Cauca (Las Casas, 1985, p. 132-137). El padre Niza había llegado al Nuevo Mundo en 1531 y de Santo Domingo pasó al Perú donde tuvo ocasión de presenciar las tragedias iniciales de esa guerra. En agosto de 1534 el fraile se encontraba en Quito y con toda probabilidad fue testigo, si no de su forzada construcción, sí de la destrucción del importante poblado indígena que allí existía. No es seguro si Niza permaneció un tiempo más como custodio (agregado al convento de San Francisco) en el Perú, o si fue a Centro América con Pedro de Alvarado, pero en 1537 se encontraba en México y, según Las Casas, hizo entrega de sus escritos al arzobispo Zumárraga quien los certificó.
Son varios los episodios que tanto Niza como Palomino recogen y que Las Casas transcribe y Juan de Velasco (1981, pp. 157-167) retoma con entusiasmo al elaborar su conocida historia, eventos que no fueron ocultados totalmente por Arroyo (1955) pero sí amordazados bajo el eufemismo y prácticamente extrañados de los textos de historia: el carácter criminal de las andanzas de Francisco Pizarro y sus seguidores por las costas del Pacífico, sus brutales agresiones en la isla de la Puná y Túmbez, los primeros asentamientos incas que alcanzaron, el asesinato de Atabaliba (Atahualpa) y el despojo de su tesoro, o mejor, de las rentas del Imperio, el asesinato del capitán indígena Cochilimaca “el que había venido de paz al gobernador (Pizarro) con otros principales”, el asesinato de la esposa de Manco Inca, el monarca insurrecto de Vilcabamba, con el único fin de ofenderlo, la destrucción y construcción forzada de la ciudad de Quito por parte de Juan de Ampudia, lugarteniente de Belalcázar, con miles de indios de los alrededores en consecución del tesoro de Atahualpa, que ya había sido esquilmado. La quema vivos de caciques y dirigentes indígenas, entre ellos Luyes y Alvia, este último “gran señor de los que había en Quito”, y Chamba y Cozopanga y otros, con el “intento de que no quedase señor en toda la tierra”, el arrasamiento y masacres indiscriminadas en los poblados indígenas del valle de Machachi, el aniquilamiento injustificado de enormes rebaños de llamas en la provincia de Puruhá (Riobamba, Ecuador) sometiendo a la población a una hambruna general, la incineración de grandes grupos de indios encerrados en casas y templos de madera y paja, con incidentes escabrosos, la alimentación de los perros de presa con carne de indios, el genocidio perpetrado por un lugarteniente de Ampudia (un tal Sánchez) en la provincia de Huaca donde los españoles, por el camino y ante la ausencia de los hombres del lugar, asesinaron a cuchillo a todas las mujeres y a los niños, etc.
Tanto Arroyo (1955, p. 118) como sus comentaristas, que como se dijo de ninguna manera ocultan los hechos, los consienten y justifican al negar la veracidad de los testimonios de Niza y de Palomino y por tanto de los del padre de Las Casas. Sobre el dominico expresa Arroyo lo siguiente:
El nombre del Obispo de Chiapa (sic), Fray Bartolomé de Lascasas (sic), es bien conocido: alma noble, corazón recto, era de aquellos seres que aparecen de cuando en cuando para alivio de los desgraciados y orgullo de la humanidad [...] Fiel a su propósito, no perdió un momento: todas las horas de su vida estuvieron destinadas a la defensa de los americanos (sic) [...] Como los hombres no están enseñados a hallarse en el mundo con esa especie de seres [...] se les aborrece en vida (subrayado nuestro) y sólo se les estima después de muertos [...] Con su ardiente imaginación, el santo enojo que le producían los excesos que miraba [...] predispuesto como estaba contra la crueldad de los conquistadores, acogía fácilmente cuantas especies llegaban a sus oidos, y frecuentemente declamaba e injuriaba en vez de razonar. Así se ve en su obra de la destrucción de las Indias. Belalcázar y sus acompañantes aparecen en ella deshonrados e infamados hasta el extremo. ¿Y por qué? Porque tomó las especies del padre Niza, y todavía lo que éste dijo lo desfigura con vehemencia de estilo y verbosa elocuencia. (1955, pp. 121-122)
En cuanto al capitán Alfonso Palomino, que había llegado con Pedro de Alvarado a las costas ecuatorianas en 1534 y con el tiempo se volvió rico encomendero en Lima, su relato fue puesto por Las Casas al final de La Brevíssima bajo el título de un pedazo de carta (en los avatares de impresión se perdieron dos o tres páginas) que no siempre aparece en las diversas ediciones de la Brevíssima5. Arroyo afirma que las motivaciones del militar para ofender a Belalcázar habrían sido los rencores surgidos por el favoritismo hacia Ampudia y por haberlo desechado a él, Palomino, como capitán de las operaciones de penetración a Colombia, o como se denominaba por entonces nuestra frontera meridional: Los quillacingas.
Su relato se centra en las actividades de Ampudia en el valle del Cauca, donde la acción predatoria europea excede las aparentemente cándidas (por lo de los versos, las rimas y las palabras floridas) apreciaciones, recuerdos y testimonios recopilados por Juan de Castellanos, que escribía en Tunja en la segunda mitad del siglo XVI y que es seguido por la generalidad de los historiadores6. A diferencia del cronista versificador, Palomino, como se verá, con leguaje directo y despojado de adornos como correspondía a su nivel de combatiente, dibuja un cuadro dantesco que se ajusta de manera general a la versión de Castellanos, pero cuya crudeza y acritud estremecen.
Al padre Niza Arroyo y sus comentaristas lo acusan de no haber presenciado los acontecimientos, pero si se lee con atención puede uno percatarse de que la narración o el trozo de narración del franciscano al que se tiene acceso por La Brevíssima y que es el mismo que utilizó Juan de Velasco sin haber tal vez conocido la obra de Las Casas, va desde las primeras andanzas de Pizarro en el Pacífico y la muerte de Atahualpa, hasta los hechos violentos de Riobamba y Quito. Allí se detiene y lo que sigue queda a cargo de Palomino que sí participó de ahí en adelante. Fuera de ello, el supuesto exceso de imaginación desplegado por el padre Niza en sus posteriores crónicas sobre California lo habría llevado a mentir en esa ocasión y a exagerar en los casos de Pizarro y Almagro y por tanto de Belalcázar.
La verdad es que en México, a donde llegó el cura después de haber estado en el Perú, el fraile había escuchado los relatos de Alvar Núñez Cabeza de Vaca sobre sus accidentadas andanzas por la Florida y las costas del golfo de México, y como consecuencia, comisionado por el virrey Antonio de Mendoza y guiado por el negro Estebanico, que había acompañado a Cabeza de Vaca en su impresionante periplo, salió de Culiacán hacia el norte en búsqueda de lo que se denominaba por entonces las “siete ciudades de Cíbola” (d’ Olwer, 1981: 311-317). Otro El Dorado, por supuesto.
Con naturalidad poco creíble para el momento y para otros posteriores, el religioso describió las ciudades construidas en altos abrigos rocosos, los templos en piedra y los observatorios astronómicos (que de lejos y por causa de la luz del sol en momentos parecen de oro) de los indios anasasi y sus sucesores, los pueblo, localizados en una amplia zona entre los actuales Estados de Nuevo México y Arizona. El relato acicateó la expedición del conquistador Vicente Vásquez Coronado, que penetró en la región con una numerosa hueste, pero desviándose de la ruta original de Niza. El militar dejó a su izquierda las construcciones aborígenes, penetró en las extensas planicies y no tuvo ocasión de observar nada de lo que el franciscano había descrito. Concluyó, por tanto, que la crónica era un embuste, lo que Antonino Olano y Miguel Arroyo Díez, desconocedores de la arqueología de Norteamérica, aceptaron sin reservas:
Desde luego consideramos que el objeto de esos escritos era impresionar, en favor de la justicia, tanto al gobierno como a la nación española para contener en adelante las iniquidades, excitando la indignación general contra las ya cometidas, y que en ese sentido las exageraciones tienen su razón y su disculpa. Por lo mismo, tanto esto (sic) como el resentimiento que dominaba al padre, lo exaltado de su carácter, el no referir las cosas como testigo presencial, sino ateniéndose a los informes de otros, tal vez resentidos también y, sobre todo, las muchas falsedades que se advierten en sus obras, especialmente en su viaje a California, nos imponen el deber de no darle crédito sino con mucha crítica y cautela. (en Arroyo, 1955, pp. 117-118)
Aquí es necesario un corto paréntesis: para Arroyo Niza y Palomino, y por tanto Las Casas, son indignos de crédito, pero asegura que otros cronistas (que necesariamente son Cieza de León, Castellanos, Velasco y Herrera), sí eran objetivos y sus informes justificaban razonablemente el desafuero o por lo menos lo explicaban. Se habían cometido horrendos crímenes, muchos excesos, delitos atroces, pero en justa defensa. Bien mirado, Cieza, Castellanos y Herrera, a pesar de sus embrollos textuales, también narran de fondo una guerra, por demás una guerra muy cruel y despiadada, pero ¿por qué Arroyo decide que a ellos sí se les puede creer? Porque no es el relato propiamente dicho lo que interesa a Arroyo ni cómo era comprendido por sus contemporáneos, sino el relato tal y como era entendido por Arroyo mismo (desplegando sus intereses particulares y de grupo) y tanto Castellanos, como Herrera o Cieza, eran lo suficientemente complejos como para someterlos al juicio axiológico. Mientras que el texto de Las Casas (La Brevissima) es unidireccional y se centra únicamente en el carácter de denuncia, concentrando la atención en los hechos reprobables, los otros cronistas podían y pueden ser sometidos a lo anfibológico y a la polisemia, teniendo el historiador de dónde escoger.
Para el caso de Pedro Cieza de León (1984, p. 339), soldado de hueste, quien además de los eventos históricos describe la naturaleza (fenotipos, montañas, guabas, guanábanas, papayas), la cultura (vestimenta, parentesco, bailes, bebidas, narcóticos) y lo exótico (brujería, chamanes, homosexualismo o “pecado nefando”, desfloramiento ritual, canibalismo), valga un ejemplo adecuado: en su Crónica del Perú, en el apartado que llama “Descubrimiento y conquista”, al referirse a la detención del líder indio Rumiñahui (Rostro de piedra) por parte de Sebastián de Belalcázar, relata lo que siguió en términos que corroboran las narraciones -más inmediatas- de Palomino y Niza, aseveraciones que obligarían por fuerza a dar crédito a Las Casas, pero que en últimas como vimos fueron condenadas y desechadas. Escribía Cieza:
Y llegados a un pueblo que se dice Quioche (Quinche), que es junto a Puritaco, dicen que, hallando (Belalcázar) muchas mujeres y muchachos porque los hombres andaban con los capitanes (¿españoles?), mandó que los matasen a todos sin tener culpa ninguna ¡Crueldad grande! (1984, p. 317)
Es entonces prudente examinar el derrotero europeo a partir del momento cuando, una vez ocupado el Tawantinsuyu (Cajamarca y Cuzco) y asesinado el Inca Atahualpa o Atabaliba, Diego de Almagro, preocupado por las actividades de Francisco Pizarro en el sur (este ha fundado Lima, sobre la costa), emprende el camino hacia el Cuzco y asigna a Sebastián de Belalcázar para que dirija la conquista militar de Quito (Chinchasuyo en la terminología inca), con el objetivo de fundar un puerto en la costa del Pacífico para la comunicación con Panamá: es cuando comienza lo que se conoce como la búsqueda de El Dorado o la conquista del norte de Ecuador y el sur de la actual Colombia.
De acuerdo con un documento anónimo y sin fecha, pero seguramente perteneciente a un soldado de la hueste de Belalcázar (diferente a Palomino), retomado por el cronista Antonio de Herrera y de quien el historiador Jijón y Caamaño (1936) adquirió la información para reconstruir parte de su relato, una vez nombrado el cabildo de Quito en 1534, Belalcázar determinó enviar “a donde se decían los quillacingas, que es el valle de Atriz” (donde hoy se ubica la ciudad de Pasto), al capitán Pedro de Añasco (Anónimo, en Garcés, 1936: 580). Eran los comienzos del año 1535. Aunque el término quechua quillacinga (aro de luna o de metal), como cultura está siendo cuestionado, la arqueología acepta que el valle de Atriz era de naturaleza quillacinga, o por lo menos que en él había cierta homogeneidad cultural (Cf. Groot y Hooykaas, 1991).
Por lo pronto, con las arqueólogas citadas considero que el río Quillaçinga era el actual Guaítara llamado Carchi en su tramo ecuatoriano; en consecuencia, en Quito durante algún tiempo a partir de la erección del Cabildo en 1534, “quillaçinga” significó todo lo que quedaba (tierras y poblaciones) sobre el curso de tal corriente, la que lleva dirección norte y desemboca en el río Patía, justo cuando esta dobla su curso hacia la cordillera Occidental en busca del Pacífico. El hecho es que Añasco comprendió que los “quillaçingas” era tierra muy poblada y al cabo de días envió “cinco soldados de a caballo y muy a la ligera, y que pasasen de noche por las poblaciones [...]” (Anónimo, en Garcés, 1936, p. 580). Estos trajeron buenas noticias. Es de notar que aquí no hubo conflicto armado con los indios, tanto que fuera de su abundancia demográfica, por lo que de ellos no se dice más. El evento indujo a que Belalcázar enviara a otro de sus capitanes, Juan de Ampudia, por entonces alcalde de Quito quien, con refuerzos, se reunió con Añasco en Pasto y juntos (de 160 a 200 hombres, 80 a 100 a caballo) emprendieron el camino hacia Popayán acompañados de numerosos indios de servicio. Infortunadamente el testigo no suministra ningún detalle sobre este trayecto.
Décadas más tarde, el desusado poeta-cronista Juan de Castellanos (1985, p. 61 y pássim.) completa la información en este punto y narra que Ampudia y Añasco, guiados por el indio Muequetá, salieron de Pasto en dirección a oriente y caminaron trabajosamente sin encontrar población aborigen alguna, siempre bajo clima y condiciones inclementes. Aquí los conquistadores bien pudieron haber penetrado en las selvas que bordean el río Guamués sin poder explicar por qué no se nombra el lago del mismo nombre, más conocido como La Cocha. Aunque cabe pensar en la posibilidad de que saliendo de Pasto hacia el sur-este, habida cuenta de lo intrincado del terreno o la fragilidad de la memoria de los testigos, se pueda uno encontrar el Guamués sin ver el enorme lago que se extiende longitudinal a la cordillera en dirección septentrional. El hecho es que los expedicionarios en esta ocasión se empantanaron, varios perdieron la vida y extraviados, concluyeron que lo mejor era “[...] declinar hacia la siniestra [...]”, es decir, renunciar a cruzar la cordillera y dirigirse hacia el septentrión sin dejar de pensar con pesadumbre que perdían el rastro de El Dorado.
Entonces desembocaron de manera sorpresiva en el valle de Sibundoy. En Sibundoy, un fértil altiplano transversal que se extiende a 1.200 m sobre la vertiente este de la cordillera Central, encontraron población indígena y mantenimientos y organizaron cuadrillas que exploraron la zona durante dos semanas. Cabe pensar que los cristianos debieron merodear acuciosamente por el piedemonte y tal vez observar las extensas llanuras al oriente. Es de notar que con los sibundoyes, y siempre de acuerdo con Castellanos (1985, p. 61 y pássim), fuente original del episodio, tampoco hubo lucha armada y de manera sorprendente no se les menciona para nada. Una de las cuadrillas halló al nororiente de Sibundoy el valle del Patía al que penetraron probablemente desde su esquina suroriental por el cañón del río Juanambú. Muchos suponen que los expedicionarios llegaron en este trance a la región de la Cruz y que por el río Mayo bajaron a la depresión patiana, pero ello parece improbable. Castellanos no da ningún detalle, pero de haber llegado a la Cruz, los europeos habrían encontrado una población aborigen digna de mencionar, como lo supone Kathleen Romoli (1962), y habrían escuchado acerca de las poblaciones sedentarias de las alturas del Macizo Colombiano hacia donde seguramente se hubieran dirigido sin dudarlo. Sin embargo, de acuerdo con Castellanos (1985, p. 61), una vez encontrado el valle del Patía, volvió el grupo exploratorio a Sibundoy, avisó a sus capitanes y todos tomaron ese derrotero.
Una vez llegados a la depresión patiana (800-1.000 m de altura), los españoles asentaron un real y se dedicaron a explorar el terreno (Ibídem.). Se estableció que la feraz depresión estaba abundantemente poblada por indios que ostentaban llamativos objetos y adornos corporales de oro. Los historiadores que explican o narran el episodio [con excepción de Jijón y Caamaño (1936) que técnicamente transcribe a Castellanos] dan por entendido que los europeos aquí obtuvieron un gran triunfo militar; pero si se sigue al cronista con minucia y se obvian las comunes exageraciones en materia de número, estrategia y bajas (que los españoles eran 160 y los indios 3.000; que los españoles lograron que los indios se salieran de la montaña y bajaran a la suela plana -donde las caballerías si eran efectivas- a combatir; que los indios morían como moscas, etc.), se comprende que si bien los indios se replegaron y permitieron que los españoles recorrieran el valle expoliando las despensas, al parecer surtidas, los advenedizos sufrieron relativo daño: no sólo los indios casi matan a palos a un caballero y su montura, sino que el capitán Florencio Serrano, uno de los militares importantes de la hueste, recibió una grave herida de dardo.
El hecho es que la hueste cristiana siguió el curso del río Patía hacia el norte y debió reconocer que tal corriente era el producto de otras cuyos cursos medios y altos torcían hacia el este. Aunque Castellanos no lo menciona, Jaime Arroyo supone que los invasores en esa trayectoria llegaron a la localidad de Sachacoco que todavía existe, unos diez km al sur de Popayán. Se trata al parecer de una suposición correcta -se deduce- pues la corriente más septentrional que forma el río Patía es el río Timbío y siguiéndolo, se arriba precisamente a Sachacoco. Allí los españoles hallaron tierra llana sembrada de maíz y una fortaleza hecha de gruesas guaduas vivas que les llamó la atención, vale decir, una frontera militar entre los habitantes del altiplano templado y los del valle caliente que dejaban atrás. Es de subrayar que las guaduas del fuerte aborigen estaban plantadas en la tierra y que sus puertas estaban dirigidas hacia los puntos cardinales de oriente y occidente, lo que es significativo. Aquí hubo combates de importancia, al final de los cuales los indios derrotados huyeron, pero hay que decir que los europeos esta vez también recibieron relativo perjuicio. Ampudia, que había dejado a Añasco aguardando en el valle del Patía, recibió un golpe de macana que por poco es fatal.
En relación con el valle del Patía y en contraste con lo anterior, como una acotación pertinente, tal vez la primera mención escrita sobre la misteriosa depresión tectónica en medio de los Andes data de cuando Pascual de Andagoya -ocasión ya referida- llegó a Popayán en 1539, recién ido Belalcázar para España (Andagoya, en Tovar, 1993, pp. 169-170). Allí se puede advertir lo que sucedió con los indios del Patía con posterioridad al paso de Ampudia, Añasco y Belalcázar por sus tierras, y sopesar un tanto las reacciones de los indios ante la presencia europea. En medio de la destrucción y el desorden que supuestamente las huestes de Belalcázar habían producido con sus entradas, un “Señor” llamado Patía (cuyas tierras estaban situadas a unas 20 leguas de Popayán) envió a un hermano a saludar al recién llegado Andagoya, pues al parecer quería firmar un pacto de paz.
El trato con el hermano del cacique, según cuentas, fue encantador y Andagoya llegó hasta a enviar regalos al Señor de Patía, a su mujer y a sus hijas. Por lo que el mandón volvió a agradecer y saludar por intermedio del mismo hermano, quien, con mucho conocimyento fue solemnemente bautizado en Popayán junto con sus doce acompañantes. La celebración al parecer fue en grande lo que se repitió una vez el indio principal volvió a Patía. Como resultado Andagoya envió unos mensajeros a Pasto a informar a Francisco Pizarro sobre lo sucedido en Popayán y en el camino los mensajeros fueron detenidos por enviados del Señor de Patía. Las celebraciones y atenciones a los correos de Andagoya fueron muy pródigas y el líder indígena manifestó que quería convertirse al cristianismo y que haría que todos sus caciques también lo hicieran. No se sabe si procedieron a ello, y el Patía se desvanece aquí. Pero los habitantes originales de esa depresión fueron exterminados en las guerras sucedidas a finales del siglo XVI y comienzos del XVII y las vegas del río se poblaron de haciendas administradas desde Pasto y Popayán y trabajadas con esclavos.
Pero volviendo al curso de los acontecimientos relativos a Ampudia y sus militares, a cuatro leguas de distancia de la fortaleza de guaduas encontrada en inmediaciones de Timbío o Sachacoco, en dirección septentrional, los expedicionarios encontraron el poblado indígena de ¿Pubén? donde hallaron abundante población “y toda suntuosa casería” y un templo de adoración de grandes proporciones construido de madera (Castellanos, 1985, p. 63). El templo era sostenido por “400 estantes por hilera” de un grosor que no se podía rodear con los brazos de dos de los expedicionarios. “Casa -al estilo del cronista- decían ser de borrachera.” Llamó suma atención la altura de la edificación. Los aposentos alrededor del templo fueron encontrados vacíos, pues los indios avisados habían escapado hacia los cerros adyacentes a dar gritería.
El hecho es que los europeos no lograron establecerse en el lugar por la enorme cantidad de insectos que infestaba el ambiente, y se vieron obligados a armar un “real” en alguna parte no explicitada a orillas del río Cauca y al cual no pusieron ningún nombre y que en mi parecer -al contrario de lo que algunos estudiosos pretendenno se conoce en absoluto (que algunos irresponsablemente suponen situado en la llamada Vega de Prieto) y, además, no constituyó, técnicamente hablando, fundación española alguna (Cf. infra.). Lo determinante es que, aunque Castellanos (1985, p. 65) informa que, en esa ocasión, para darle algún orden político al proceso, “por ser importante, Ampudia mandó hacer bandera”; que Florencio Serrano fue “con oficio de alférez señalado” y que el cura Garci Sánchez celebró misa, no se piensa que se hubiera fundado ciudad alguna. El mismo Castellanos lo expresa, esgrimiendo una razón importante: “Mas por entonces no se pretendía, dejar en Popayán pueblo fundado, porque tenían ojo todavía, a los descubrimientos del Dorado” (1985, p. 65).
En general se acepta que el real a orillas del Cauca mencionado habría precedido a otra fundación que Ampudia realizó de manera ilegal en tierras del cacique Cali, en pleno valle geográfico del Cauca, contra la cordillera Occidental, en un lugar que probablemente se trate de la localidad de Arroyo hondo (en la vía Cali-Yumbo) pero que muchos suponen en inmediaciones del actual Jamundí, fundación que es conocida en los textos de historia como la Villa de Ampudia.
Pero esto no es lo que entiende el historiador Arboleda Llorente (1966) porque, “basado en un importante documento”, asevera que Ampudia habría nombrado al real en las vegas del Cauca como la Villa de Ampudia, constituyendo esta una fundación de Popayán anterior a la efectuada por Belalcázar en diciembre de 1536, y de otra más institucional ocurrida el 13 de enero de 1537 en la que la ciudad habría sido definitivamente fundada y destinada a la virgen del Reposo, lo que se habría cumplido solemnemente el 15 de Agosto (día de la Asunción), una vez construidas las casas de los militares participantes en la guerra, militares en vías de encomenderos y “nobles” terratenientes. Fundación esta última francamente imaginada por el historiador Arroyo (1955, p. 204) con paseo del futuro Adelantado Belalcázar con el estandarte real en sus manos incluido, de lo que Arboleda a su pesar hubo de percatarse, pues como lo demostró Jijón y Caamaño (1936, p. 143), dato que Arboleda Llorente por fuerza conoció, Sebastián de Belalcázar por entonces se hallaba firmando el libro de Cabildo de Quito.
La proposición de Arboleda está planteada en su obra Popayán a través del arte y de la historia, t. II, 1966, donde el historiador alude a una protestación contenida en un documento que data de 1605 (A.C.C. sig. 8079), por el que un escribano de apellido Vega Polanco daba curso a un antiguo documento sin firma, pero adjudicado a Belalcázar, donde el conquistador aludía a una villa de Ampudia encontrada por él a su primera llegada de Quito y fundada en la provincia de Popayán. El argumento de Arboleda se basa en que si la villa de Ampudia hubiera estado localizada en tierras del cacique Cali (que es lo que dicen los cronistas), el documento la habría denominado la villa de Ampudia de la provincia de Cali. Pero como la llama la villa de Ampudia de la provincia de Popayán, necesariamente el real que se instaló después del incidente de las niguas, habría sido la primera fundación de Popayán. El argumento lo refuerza Arboleda con el documento de adjudicación de la Gobernación de Popayán por parte del Rey en 1540, donde nombra cada ciudad de entonces de manera separada. Pero el desconocimiento geográfico y la generalización eran la regla, y la expresión “provincia de Popayán” en un documento emitido a miles de km de distancia podía significar cualquier cosa desde Otavalo hasta Antioquia.
De Popayán hacia el norte, hasta cuando el valle del Cauca adquiere contextura plana, el rumbo es desconocido, pero como supone el historiador Arroyo (1955, p. 161 pássim)7, quien sigue en su derrota a Castellanos (1985), debieron los militares cristianos continuar por la corriente fluvial, en esta parte recostada contra la cordillera Occidental, y tuvieron que arribar al valle geográfico por su sector suroccidental, es decir, por las actuales poblaciones de Suárez y Timba. No encontraron los europeos en el sitio sino chozas de paja diseminadas y sus moradores ausentes. En una que otra habitación, uno que otro objeto de oro. En uno de esos lugares (¿Timba?), una de las pocas miradas etnográficas, se percataron de la existencia de construcciones redondas y pequeñas donde las mujeres eran confinadas durante la menstruación.
Acto seguido los expedicionarios siguieron hacia el norte, siempre por el sector occidental del valle, “escudriñando valles y rincones”, hasta dar con el río Xamundi8 donde encontraron población numerosa y tuvieron oportunidad de ejercer contra ella la agresión armada. Ampudia decide entonces retirarse hacia el río Cauca, que en la suela plana se aleja de la cordillera, y opta por construir un fuerte militar con poderosas guaduas, que eran muy abundantes. Como uno de los costados del fuerte era la corriente fluvial, ello les permitió rescatar chucherías por alimentos con los habitantes de la otra orilla que se acercaban curiosos y amigables, e inauguran posiblemente el primer contacto pacífico con mujeres indígenas en esta parte del país. Estas, las mujeres, acudían con entusiasmo al campamento español flotando sobre troncos, hilando mientras tanto, y lo que es significativo, traían botijas de su vino, estableciéndose allí un lugar -si bien temporal- de intercambio pacífico y de alguna manera placentero, entre europeos y vernáculos.
Es cuando el lugarteniente de Belalcázar envía 100 hombres al mando de Francisco Cieza a la cordillera Central, “que llaman por allí sierras nevadas”, pero no les es posible atravesarla, frustrándose así un segundo intento de movilización transversal europea en el suroeste del país. En cambio, encuentran a los indios organizados en cacicazgos y se pueden percatar “al ojo” de que en cada casa indígena habitaban por lo menos siete personas (Castellanos, 1985,
p. 66). El grupo, bajo el supuesto y constante hostigamiento armado de los indígenas, recorre unas treinta leguas (150 km) hacia el norte, a lo largo de las cuales “nunca se vido paso sin vecino”, y llega hasta el río La Vieja (por una anciana con adornos de oro que encontraron con posterioridad). A orillas de La Vieja se fundará Cartago, de gran importancia en el sistema vial colonial. Cuando Cieza volvió al “real” con seis hombres heridos, Ampudia resolvió disolver el fuerte de guaduas y trasladarse a las tierras de un cacique de nombre “Cali”, contra la cordillera oeste, prepotente señorío, donde al parecer fundó ahora sí la auténtica villa de Ampudia. Aquí hay otro punto de discrepancia entre cronistas e historiadores: el lugar de la primera ciudad española en el suroeste.
Según Castellanos (1985), Ampudia fundó su villa justamente después de las primeras refriegas con los jamundíes y la consecuente disolución del fuerte de guaduas a orillas del Cauca. Pero de acuerdo con Jijón y Caamaño (1936, p. 137), que sigue una relación anónima, Ampudia habría fundado la villa posteriormente, en el momento cuando supo por informantes indígenas acerca de la llegada de españoles al valle del Cauca. Sin sospechar que se trataba de Belalcázar, siguiendo el ejemplo de 1534 en el caso de Diego de Almagro contra Pedro de Alvarado en Riobamba, se habría adelantado a fundar una ciudad, nombrando cabildo de manera apresurada. No valió de nada: Belalcázar rápidamente anuló la fundación de Ampudia, pero nunca sabremos si fue reemplazada por Cali o por Popayán que le sucedieron (julio y diciembre de 1536). El asunto se hace más complicado, porque de acuerdo con el capitán Palomino, la villa de Ampudia estaba localizada en la margen derecha del río Cauca, en un sitio denominado Palo, y existe tal río y tal toponímico en cercanías de Caloto.
Se establecen entonces relaciones (no se discierne si violentas o pacíficas) con los indios gorrones9, e intentan los europeos penetrar en las tierras del Señor Pete, que habitaba en algún lugar de la cordillera del poniente y que reunía bajo su autoridad a todos los grupos de la zona. En tierras del Señor Pete o Petecuy, el pequeño grupo (6 caballeros y 30 peones) halló el poblado abandonado y encontraron los restos cremados de los antepasados, práctica funeraria difundida por todo el suroeste (Trimborn, 1949) y en las costas ecuatorianas de Manabí (Jijón y Caamaño, 1936) y que Kathleen Romoli (1987,1988) adjudica a muchos grupos del occidente colombiano desde Panamá hasta Esmeraldas. Pronto los indios se agruparon por las lomas y laderas adyacentes y probaron con los advenedizos la gritería y las ofensas verbales, la denominada “perneta”, donde la esposa del cacique Pete se distinguió por lo que Castellanos (1985, p. 68) llama una “lengua mordaz”, aditamento que el poeta utiliza para subrayar el que tantos indios como eran los de Pete temieran a tan pocos españoles10.
La lucha fue enconada y Castellanos (1985, p. 67) es pródigo aquí en adjetivos para ensombrecer el discurso y a la vez resaltar el “canibalismo” que aparece por primera vez en todo el recorrido como expediente de subvaloración de la feroz resistencia hallada: “monstruosidad que escandaliza”, “brutalidad”, “carnicería”. Hasta las mujeres, que estaban armadas y eran supremamente agresivas, participaban en el acto antropofágico, pues “eran también crueles homicidas, y solían comer y ser comidas”. Tal vez aquí tiene lugar uno de los más enconados combates y es de hacer notar que los europeos se asombraron del rechazo masivo de la población, que durante la lenta retirada hacia la ciudadela española los calificaba de “ladrones y robadores”. Los cristianos logran volver a la villa de Ampudia ilesos y allí los encuentra Belalcázar por abril de 1536 celebrando la Semana Santa a destiempo (Castellanos, 1985, p. 68). Belalcázar había partido de Quito por enero de ese año y el relato pormenorizado de tal movilización nos ha llegado en primer término a través del desacreditado capitán Alfonso Palomino.
Palomino, como se dijo, retoma la narración justo cuando Niza la abandona y nos describe lo sucedido en Quito cuando Belalcázar decide seguir el itinerario de Ampudia. Comienza llamando la atención sobre la gran carga que el conquistador impuso a los indios de la región de Quito al enviarlos a la costa del Pacifico a cargar mercaderías para aperar tanto a la ciudad como a las respectivas y necesarias huestes (Las Casas, 1985, p. 155 pássim). Simplemente en el cambio de clima de las cumbres frías a las costas calientes Belalcázar habría matado a más de diez mil individuos. También llama la atención que, habiendo recibido en encomienda o repartimiento a los indios de Otavalo, Belalcázar se hizo otorgar del respectivo cacique 500 indios que fueron utilizados como punta de lanza de la hueste, con el objetivo de conseguir mantenimientos de los grupos que iban a encontrar a su paso. Tales indios eran enviados una jornada antes, con el fin de preparar el terreno.
Se trataba de los conocidos yanaconas. Así, en uno y otro lugar poblado del actual norte de Ecuador, a medida que la hueste avanzaba trabajosamente, se fueron enrolando por la fuerza indígenas de servicio hasta llegar al número de seis mil (el padre Velasco, aunque tomó sus datos de Palomino, dice que 4.000, otros que 5.000, lo que al parecer no importa demasiado) y podemos saber, por ejemplo, que un tal Alonso Sánchez recibió personalmente 100 indios, Pedro Lobo y un sobrino, ciento cincuenta, y un Morán, con posterioridad vecino de Popayán, doscientos. (Las Casas, 1985, p. 156)
Los movimientos de las huestes españolas eran lentos porque a los autóctonos cautivos había que llevarlos asegurados con colleras de hierro, y si alguno desfallecía, se le cortaba la cabeza por no deshacer la sucesión “E desta manera los llevaron los soldados en cadenas y en sogas atados” (Las Casas, 1985, p. 157). Es importante destacar que en estas movilizaciones los europeos usaban desbaratar las familias constituidas, seguramente para facilitar la manipulación de hombres sedentarios y tenían la costumbre de dar las mujeres jóvenes y hermosas (casadas o solteras) a los españoles o a indios colaboradores. Tenían lugar hechos que le daban la oportunidad a Palomino de denunciar las bajezas del conquistador:
Y al tiempo quel dicho capitán (Belalcázar) salió del Quito sacando tanta cantidad de naturales, descasándolos, dando las mujeres mozas a los indios que él traía y las otras a los que quedaban por viejos, salió una mujer con un niño chiquito en los brazos tras él dando voces, diciendo que no se le llevase a su marido, porque tenía tres niños chiquitos y que ella no los podía criar y que se le morirían de hambre; e visto que la primera vez le respondió mal, tornó a segundar con mayores voces diciendo que sus hijos se le habían de morir de hambre; e visto que la mandaba echar por ahí e que no le quiso dar a su marido, dio con el niño en unas piedras e lo mató. (Las Casas, 1985, p. 157)
En el valle del Cauca propiamente dicho los primeros conquistadores llevaron las acciones de guerra contra los indígenas a un nivel extremo. Una vez juntos, los españoles (entre los que como se dijo había portugueses) ahora reunidos sumaban unos 400 o 500, y en consecuencia los indios se acercaban temerosos a presentar saludos respetuosos y hacer regalos, entre ellos los caciques Solimán, Jamundí, Palo y Bolo, que son de los pocos antroponímicos o toponímicos que se nos otorgan y todavía existen. El hecho es que la hueste en este trance robó, mató, destruyó y quemó de manera superlativa y sistemática:
Que después desto el dicho capitán envió (desde la villa de Ampudia) sus capitanes a unas partes y a otras a hacer cruda guerra a los indios naturales, e ansí mataron mucha cantidad de indios e indias y les quemaron sus casas y les robaron sus haciendas: esto duró muchos días. (Las Casas, 1985, p. 159)
En el pueblo de Ice, los españoles destruyeron más de cien casas de habitación y el poblado del cacique Tolilicuy quedó sin hombres porque los que no fueron reclutados habían huido a los montes. Otro tanto sucedió en el pueblo de Dagua:
Y ansí se partió de allí (Tolilicuy), sin lengua ninguna, para las provincias de Calili (sic), donde se juntó con el capitán Juan de Ampudia que le había él (Belalcázar) enviado a descubrir por otro camino, haciendo mucho estrago y mal en los naturales, el uno y el otro, por donde quiera que iban. (Las Casas, 1985, p. 160)
En el poblado del cacique Bitacón, posiblemente Bitaco actual, cuyos indios habían cometido la osadía de hacer caer en trampas abiertas en el terreno a los caballos de Antonio Redondo y Marcos Márquez (su caballo murió) se procedió a una masacre en la que en tales trampas murieron por lo menos cien personas.
Se presume, según Palomino, que eso enorgullecía al español y lo hizo recordar las acciones sucedidas en Quito cuando los hispanos abrieron huecos en busca del tesoro de Atahualpa y allí sepultaron (¿vivos?) a los indios que bajo tormento no respondían satisfactoriamente las preguntas que se les hacía sobre el oro. En Ancerma, en el norte, cuya pacificación correspondió en primera instancia a Francisco García de Tovar (Cf. infra.), se prendieron y convirtieron en esclavos 2.000 indios y en el poblado indígena quedaron esparcidos por lo menos 500 cadáveres. Otro tanto sucedió en el pueblo de Lili, al sur del valle geográfico:
Así, desta manera murieron todos, e por estos caminos se perdió toda la gente que sacó (Belalcázar) de Quito e de Pasto y de Quilla Cangua (sic) e Patía e Popayán e Lili e de Cali e de Ancerma, y muy gran cantidad de gente se murió. E luego a la vuelta que volvió al pueblo grande (Calili), entraron en él matando todos los que podía(n). Y en este día prendieron trescientas personas. (Las Casas, 1985, p. 161)
Después de las correrías por el valle geográfico del Cauca, el Adelantado opta por disolver la villa de Ampudia y, después de fundar Cali y dejarla bajo el mando de Miguel Muñoz11, decide retornar al valle de Pubén con el fin de asentar otra ciudad en el sitio del que se había enamorado y que hoy es Popayán. Solo que el procedimiento fue violento. “Y llegado a Popayán pobló aquel pueblo, y comenzó a ranchear y robar los indios de aquellas comarcas con el desorden que habían hecho en las otras” (Las Casas, 1985, p. 161). Si verificamos, don Juan de Castellanos (1985), con su verbo melodioso y de todas maneras engañoso, expresa lo mismo, pero en tono moderado: “No se pasaba noche sin bullicio//Ni noche que quieta se durmiese//Velar y pelear es el oficio//Sin que ninguno reposar pudiese//”. Fue cuando se levantó fundición real y Belalcázar acuñó el oro sustraído, después de lo cual partió para el Cuzco a informar a Pizarro de los triunfos obtenidos. Pronto habría de volver perseguido por Lorenzo de Aldana, lugarteniente del marqués, con los aditamentos necesarios para emprender la colonización en forma del Valle del Cauca y la búsqueda del imaginario El Dorado. Así, Belalcázar, una vez unido a sus lugartenientes, decide proseguir el descubrimiento de El Dorado y envía al capitán Miguel Muñoz, caracterizado por su habilidad militar, ferocidad y sevicia, a recorrer de nuevo el sector oriental del Valle del Cauca hasta el río La Vieja, y a otros de sus hombres a explorar las regiones más al norte, por el sector occidental del valle, sobre las provincias indígenas de “Encerma y Cartama”12.
Es cuando el piloto Juan de Ladrilleros recorre parte del cañón del río Dagua en busca de una infructuosa por el momento salida al mar13. Tienen aquí los conquistadores la ocasión de observar que los indios que poblaban las montañas al occidente de Cali utilizaban las guaduas para el salto de garrocha en el que se mostraban muy habilidosos. Lo utilizaban para su defensa y huir del enemigo. Más tarde, una vez sometidos, las emplearán con la misma habilidad en cargar mercaderías y seres humanos por el camino de Cali al puerto de la Buenaventura, lo que los hará desaparecer. Después de fundar Popayán, la deja a cargo de sus lugartenientes y como se expresó, parte para el sur en busca de provisión logística para sus movilizaciones posteriores.
Es durante su ausencia cuando de manera probable uno de sus subalternos, Francisco García de Tovar, ya mencionado, después de atravesar la cordillera Central por los Coconucos y el camino de Isnos, vale decir el valle de Paletará, descubre el río Magdalena y posiblemente observa, el primero, la estatuaria de San Agustín, tal como lo comprendió Jacinto Jijón y Caamaño en 1936. Ello se deduce del relato de un soldado anónimo, en el que se puede leer lo siguiente:
[...] e idos los de Popayán (a informar a Pizarro de lo sucedido en el valle del Cauca) salieron con Tobar, dejando recaudo en la ciudad, y yendo por los Coconocos (sic) los soldados y Capitán, caminando por las montañas y ciénagas de Isno (sic), se descubrieron lo de Timaná y Neyva, y pareció ser otro mundo, y así vinieron con gran alboroto, diciendo que era otro México, y de ello se dio luego noticia al Capitán Belalcázar (estaba en Quito), el cual hizo mucha gente y volvió a Popayán y aderezóse para entrar en busca de El Dorado, que entendió era aquel [...]”. (Relación de un testigo presencial…, en Garcés, 1936, p. 582)
Tovar había arribado con Pedro de Alvarado en 1534, había visto México y Guatemala, y debió relacionar la piedra tallada en unas y otras culturas. En relación con ello, Cieza de León, al pasar por Popayán anota: “[...] en algunas partes se les han visto ídolos [...]” (1984: 46 pássim), pero no otorga detalles. Es posible que la cruenta guerra que se produjo en el Alto Magdalena a raíz de la conquista y el proceso de evangelización hayan hecho que se pasara por alto el acontecimiento y se acallara durante poco más de dos siglos hasta la primera descripción de fray Juan de Santa Gertrudis en el siglo XVIII (1970), reactivada por Caldas (1966) en 1808. El historiador Jijón y Caamaño (1936), por su parte, concluye que, con el trozo de documento referido, él respondía a la pregunta formulada por el investigador Federico Lunardi en 1934 acerca de cuál sería el primer testigo europeo de la cultura de San Agustín. Y aunque los arqueólogos colombianos no aceptan que los españoles del siglo XVI hubieran podido tener idea acerca del complejo cultural prehispánico (estaba bajo tierra), queda sin responder (tal vez para siempre) una pregunta aún más misteriosa: ¿cómo se llamaba en realidad la cultura que produjo la estatuaria megalítica de San Agustín?
Sebastián de Belalcázar, destructor de pueblos
Después del conocido encuentro con Jiménez de Quesada y Federman, Sebastián de Belalcázar se embarca hacia el Atlántico en Guataquí, sobre el río Magdalena, al norte del cual surgirá posteriormente el puerto de Honda, con el tiempo la principal entrada a la capital del Nuevo Reino, y desembarca en las costas españolas siendo el primero en realizar tan larga travesía de por lo menos 9.000 kilómetros. En España se entrevista con Carlos V, de quien obtiene en 1540 la Gobernación de Popayán, otorgada con el fin de debilitar a los rebeldes del Perú. En esa ocasión no le fue concedida la región de Quito, que él mismo había “hollado”, otorgándosele como límite meridional de su Gobernación la región del actual Otavalo ecuatoriano. Quito fue otorgado a Gonzalo Pizarro, hermano y sucesor del marqués. Es el remoto origen de nuestra frontera meridional.
Mientras Belalcázar se dirigía a la planicie de los muiscas con dirección a España, otras expediciones arribarán a Cali desde el norte y el occidente. Se hace referencia a las huestes de Pascual de Andagoya y Juan de Vadillo mencionados. Andagoya fue quien descubrió el camino indígena llamado de Atunzata, que unía la costa pacífica con los valles interandinos, y que se llamó con el tiempo y después de algunas variantes de importancia, el camino de La Buenaventura. Vadillo; por su parte, exploró la cordillera Occidental desde su extremo norte en dirección sur y buena parte del valle medio del Cauca. Vadillo había partido desde las costas del golfo de Urabá en 1536 huyendo de un juicio de Residencia y con él vino el cronista Cieza de León, quien dejó pormenorizada descripción del accidentado periplo.
Desde el punto de vista espacial, los hombres de Vadillo descubrieron el camino transversal de Guaca que unía las llanuras occidentales y el valle del Atrato con la cordillera Occidental y reconocieron las tierras del cacique Buriticá; vieron, de los primeros, el arte metalúrgico quimbaya. También confirmaron que el río Cauca desemboca en el Magdalena, comprendiendo que por la depresión momposina se podía salir a las costas septentrionales. La expedición abrió para el conocimiento europeo el batolito antioqueño, de los yacimientos auríferos más ricos de la Gobernación de Popayán y los de más larga duración.
Al llegar los expedicionarios desde el norte a la altura de Anserma y Cartago, supieron por señas y por boca de los indios, con gran decepción, que allí habían estado “cristianos” con anterioridad. Se trataba de los hombres de Belalcázar. La suerte de Vadillo, quien no contaba con autorización de parte del establecimiento para estar merodeando por el suroeste del país, la selló Pascual Andagoya quien lo remitió despojado y prisionero a España.
Por su parte, Belalcázar, habiendo reconocido el Alto Magdalena y comprendido su importancia, pidió a algunos de sus lugartenientes, entre ellos Juan Cabrera, Juan de Ampudia y Pedro de Añasco, que no lo acompañaran y se devolvieran a fundar una o dos ciudades en la zona. El resultado fue que Cabrera fundó Neiva, la cual hubo de ser removida varias veces y Añasco, en una llanada rodeada de montañas, plantó la ciudad de Guacacallo (posible toponímico indígena para el río Magdalena), la que con posterioridad se llamó Timaná y que desde sus comienzos hasta bien entrado el siglo XVII permaneció bajo constante amenaza de los indios (yalcones, paeces, pijaos y andaquíes) en guerra. Pudieron subsistir Timaná, Neiva y La Plata, los asentamientos españoles más importantes en ese espacio, gracias a la colaboración que a los colonos prestaron caciques (el famoso Inando, hijo de la más famosa Gaitana), pero especialmente los caciques y hombres pertenecientes a los grupos coyaimas y natagaimas14.
¿Qué sucedía entretanto en el valle del Cauca? ¿Cómo era la situación en la Gobernación de Popayán durante los años posteriores a los eventos descritos? Los libros de cabildo de la ciudad no han sido conservados sino desde las postrimerías del siglo XVI y es difícil deducir algo satisfactorio. Pero por cartas que los oficiales reales enviaban a España con el fin de mantener al rey y al Consejo de Indias informados, se pueden bosquejar algunas situaciones, dando por sentado que las cartas, más cuando son oficiales, no son de fiar. Pero dada la necesidad y la ausencia aparente de documentación (en el Archivo de Sevilla no catalogado debe haber documentos importantes todavía encubiertos), se puede establecer que la posesión del Valle de Pubén por parte de los hispanos, como vimos, fue algo alcanzado por la violencia indiscriminada y la rudeza de las armas en donde los capitanes de Belalcázar se destacaron por su vesania.
Entre ellos Juan Cabrera, que después de “limpiar” de indios los alrededores Cali y Popayán, con posterioridad de la muerte de García de Tovar a manos de los paeces y de Añasco a manos de los yalcones, fue encargado de gobernar Timaná con el fin de consolidar una ciudad en el Alto Magdalena, pero especialmente para organizar la búsqueda de lo que frustradas las esperanzas en El Dorado, se vino a denominar “el país de la Canela”. Este espacio allende la cordillera Oriental (los actuales Putumayo y Caquetá) durante el siglo XVII iba a adquirir el nombre de los Andaquíes y había sido explorado con anterioridad por orden de Belalcázar por un capitán de nombre Juan del Río, que por lo menos realizó en esa dirección una entrada. Un testigo presencial apuntaba:
[...] que está un Teniente en Timaná (del Río), el cual fue ocho jornadas, con sesenta hombres de (a) pie, porque no sufría la tierra llevar caballos; y andadas estas jornadas, por tierra(s) todas de montañas muy pobladas, salió a lo llano, halló una muy grande calzada, y las lenguas le aconsejaron que no pasase adelante porque se perdería, diciendo que el señor de la tierra es muy poderoso y ellos pocos y a pie; y ansí se tornó, y ya serán idos con gente de caballo; créese que será cosa grande lo que ellos han de descubrir. (Relación del viaje que hizo Andrés Guerrero. Piloto…, en Garcés, 1936, pp. 585-86)
Pero si los indígenas de Popayán y Cali fueron agredidos, masacrados, neutralizados y esclavizados, otros grupos más alejados resistían. Solo que tal resistencia no iba a durar mucho. Una de las agrupaciones exterminadas durante los primeros años, fue la de las timbas, ubicada en el sector suroeste del valle geográfico del Cauca, donde hoy precisamente existen dos poblados con el mismo nombre: Timba Cauca y Timba Valle. A los grupos timbas, que impedían la circulación por el camino de Cali a Popayán y amenazaban el puerto de Buenaventura, se les enviaron varias huestes y, salvo la última, comandada por Juan Cabrera, todas fracasaron (“Carta a su Magestad, de los oficiales reales de Popayán, Luis de Guevara y Sebastián de Magaña” …etc., Cali, 2 de febrero de 1544, en Garcés, 1936. P.v pássim).
El secreto de la victoria de las armas españolas en esa ocasión, fuera de la profesionalidad de Cabrera y sus hombres, fue que los timbas habían sido dados en esclavitud a un hijo del Adelantado (no se sabe si Sebastián o Francisco), en contra de la voluntad de los colonos que querían más “democracia” en tales menesteres. El hecho es que el castigo (aún no se había introducido por parte de la censura real la palabra “pacificación”) infringido a los timbas costó a los vecinos de Cali y Popayán la suma de 4.000 castellanos. Tales campañas militares siguieron su curso y pronto se extenderían hacia los quimbayas del medio Cauca, a los arma de la vertiente occidental de la cordillera Central, a los pijao y a los paeces de Tierradentro y el Nevado del Huila y el Tolima, expediciones que se prolongaron durante todo el siglo XVI y parte del XVII (Cf. Valencia, 1989).
Es de destacar que para 1544, desde Pasto y Popayán se había intentado conectar con el Pacífico por dos vías alternas al difícil camino de Buenaventura: se había construido un poblado al occidente de Popayán, probablemente en el actual Guapi, de los pocos lugares de la costa con puerto natural, que se llamó Compostela. (Carta de Sebastián Magaña…etc.”. Diciembre 12 de 1547”, en Garcés, 1936, pp. 263-286). Es posible que la ciudad haya sido fundada por el capitán Hernando de Benavides, enviado por Belalcázar en 1541 a explorar las tierras allende la cordillera Occidental. Al parecer, hacia 1547 Compostela fue abandonada y se había fundado (Buenahora, 1999), en plena Hoz de Minamá, la ciudad de Madrigal de las Blancas Torres (en emulación del lugar de nacimiento de Isabel la Católica) también conocida como Chapanchica o Ciudad perdida. Madrigal desapareció hacia finales del siglo XVI por acción de los indígenas Sindaguas los cuales fueron exterminados hacia 1640.
A comienzos de 1547, el visitador de las Cajas Reales de Popayán (que estaban situadas en Cali), Sebastián Magaña, describía al monarca español la situación en la Gobernación de Popayán y el panorama era por demás lúgubre. La guerra indígena actuaba en contra del bienestar material de los asentamientos españoles que eran en el momento las ciudades de Pasto, Popayán, Cali, Antioquia, Cartago y las villas de Arma, Ancerma y Guacacallo o Timaná. Magaña describe una situación de marginamiento y pobreza difícil de creer:
[...] y hallo ser, y según dicen todos los que a ella vienen de otras partes, ser la más estéril y falta de todas cosas que hay en lo descubierto, así de comidas como de ropa de la tierra y ser muy costosa. No hay grangerías en ella y en pocos pueblos de ella se puede criar ni labrar por ser la tierra muy doblada; puercos no se crían en esta Gobernación si no son muy pocos; toda la carne que se come en ella viene de Quito, y ha habido y hay al presente mucha necesidad de carne, y por las alteraciones pasadas no ha abajado ningún ganado aca abajo ni se cree que abajara tan presto, porque no quedó cabeza en Quito, y vale ahora un puerco diez pesos y más, y una vaca cincuenta. Los naturales de ella son pocos, y más en algunos pueblos que en otros; son de poca razón, no hay señores entre ellos que los manden, comen carne humana generalmente en toda esta Gobernación y en unos pueblos más que en otros, son tan carniceros que se comen el padre al hijo y el hijo al padre y madre y hermanos, especialmente en la villa de Arma [...] (Magaña, en Garcés, 1936, p. 266)
La economía ancestral aborigen había encontrado una dedicación diferente a la tradicional. Los indios, de agricultores natos, se habían convertido en mineros. Según el factor Luis de Guevara, que ese año escribía al rey desde Cali, lo único que funcionaba bien era la extracción de oro. Los indígenas sobrevivientes y que habían quedado adscritos dentro de los términos de la frontera colonial, reducidos en Pueblos de indios y sometidos a la institución de la encomienda, habían abandonado sus rozas de labor, dejando las cementeras a cargo de las mujeres y los niños. Los yacimientos metalíferos del suroeste, aunque no eran tan ricos como los del batolito antioqueño, Quito o el Perú, sí tenían la ventaja de ser numerosos. Además, estaba el hecho que a los indios que trabajaban los placeres no había que enviarlos a grandes distancias de sus hábitats originales:
[...] les es [...] provechoso y no dañoso, porque estos que lo sacan (el oro), no tiene cuidado de hacer rozas para comer ni se ocupan en las guardar ni trabajan en las coger, ni tienen necesidad de tejer la manta para vestirse, ni de buscar otras granjerías para sus rescates (comercio), con que compran muchas cosas de que carecen que les son forzosas procurar, así para sus personas como para cumplir los tributos que dan a sus caciques y amos, que los tienen en encomienda,, y otras muchas cargas trabajosas que de su natural tienen, y los constriñe necesidad y servidumbre, de las cuales todos se alivian y descargan con sola ésta (la minería), pues no tienen cuidado alguno mas de sacar oro, en el cual exercicio andan muy contentos, gordos, sanos, bien vestidos y mejor mantenidos, porque de su condición y propia inclinación todos los indios son miserables para sí mismos de lo suyo propio y largos de lo ajeno [...] (Magaña, en Garcés, 1936, p. 266)
La situación política se caracterizaba, según Guevara, por el despotismo y la usurpación de funciones que Belalcázar ejercía indiscriminadamente favoreciendo en todos los aspectos a una particular clientela que se había formado a su alrededor y que encabezaba su hijo Francisco. El sistema adoptado para otorgar o hacer circular las prebendas (terrenos, frutos de la tierra, brazos indígenas para el trabajo, mujeres, honores, etc.) a que supuestamente la conquista y la colonización daban derecho, era uno donde prevalecía el oportunismo sobre el mérito, el advenedizo sobre el enraizado, el fuerte sobre el débil y el astuto sobre el taimado:
Porque es muy grande lástima y cargo de conciencia ver a los tales que han derramado su sangre, menoscabado sus vidas, perdido sus haciendas, aventurado sus personas a mil géneros de peligros, pasando hambre, sed, frío, cansancio, desnudez [...] Unos pobres, sin nada, mereciendo mucho; otros ricos, con mucho, no mereciendo nada... (Guevara, en Garcés, 1936, p. 338)
Como estaba en el aire la pregunta de dónde en esas grandes extensiones se edificaba una audiencia, Guevara también se refería al problema del ordenamiento del espacio. Era de la opinión que en caso de pleito judicial no era mejor -como el Adelantado lo sugería a los españoles de la Gobernación- reclamar en Lima que en Santafé de Bogotá o en el Nuevo Reino de Granada. El problema era complejo: el viaje hasta la capital del Virreinato al sur, aunque más tranquilo, era extremadamente largo; mientras que al Nuevo Reino por cualquier variante hasta ahora conocida (Isnos o Guanacas), aunque corto, era malo y, sobre todo, peligroso. Y puntualizando sobre el camino de Guanacas, el burócrata expresaba:
Verdad sea que estando la provincia de Páez de paz y la de Guanaca, que son repartimientos de Popayán, podrán ir caballos, pero con mucho riesgo y trabajo, y esto no en todo tiempo, por manera que indios forzosamente son los que lo han de bastar (abastecer) y escotar (pagar) las vidas suyas y salud, pues parte en los páramos, parte en el valle de Neyva, de los que de acá fueren, han de quedar muertos, y los que escaparen no han de quedar muy vivos... (Guevara, en Garcés, 1936, p. 341)
Concluía entonces que lo mejor era establecer una Audiencia en Popayán, por aquello del “excelente temple”, o en Cali, por la existencia de un camino expedito al mar.
Para finalizar
Dada la clase de informes que llegaban al Consejo de Indias desde Cali o Popayán, la Corona tomó cartas en el asunto y fuera de enviar en 1547 a Juan del Valle como arzobispo de Popayán (quien permaneció en la zona diez años y sostuvo un gran pleito con conquistadores y encomenderos) (Friede, 1961), nombró como visitador oficial al Licenciado Miguel Díaz de Armendáriz, pero este nunca llegó. Hacia 1549 todavía lo esperaban. Un año después, en 1550, la Audiencia de Santafé envió al Oidor Francisco Briceño, nacido en el Corral de Almaguer, a someter a sus gobernantes a Juicio de Residencia del cual Belalcázar y sus lugartenientes resultaron culpables, y el Adelantado condenado a muerte.
Por su rango, se le concedió viajar a España a explicar el problema, pero murió en Cartagena a donde había llegado vía Panamá. En la almoneda que de sus bienes se hizo, además de otras cosas, se remataron un barril de sardinas, unas pocas almendras, tres caxetas de carne de membrillo, un colchón de lana y una espada.
Algún historiador (Garcés, 1986, p. 341) sugiere que Belalcázar fue tratado injustamente y que la causa de su condena a la pena capital fue el cargo del asesinato de Jorge Robledo, cuya esposa, doña María de Carvajal, tenía influencias en la Corte y, además, la dama habría influido sentimentalmente sobre el juez Pesquisidor. Y aunque la viuda en las condiciones de la época pudo haber jugado algún papel en la drástica decisión, la documentación transcrita por el propio historiador15 indica otra cosa: de los 33 cargos que se hicieron contra el adelantado y sus hombres principales, entre ellos su hijo Francisco, Miguel Muñoz, Gómez Hernández, Alonso Madroñero y Luis Bernal, 22 estaban relacionados con execrables crímenes contra los indígenas, 8 con delitos contra la Corona, esencialmente de tipo fiscal, y solamente 4 estuvieron relacionados con crímenes comunes contra los propios españoles. El cargo por la muerte de Robledo no fue sino un argumento más en el proceso.
Se escribe este artículo en tiempos de la pandemia a la que estamos sometidos, considerando que en septiembre del 2020 los indígenas Misak se arriesgaron a tumbar la estatua del fundador de Popayán que fue ilegítimamente erigida en la cúspide de una pirámide indígena de carácter prehispánico que allí había. Obviamente esa acción desató la polémica de si los indios habían actuado con razón o sin razón, por lo que el presente escrito intenta dar una respuesta, apelando al incontrovertible hecho de que, aunque la historia es escrita por el vencedor, siempre cabe la posibilidad de revisar las fuentes utilizadas por los sucesivos historiadores y proceder a una revisión de la misma con una mayor objetividad y una más grande justicia sobre el pasado de todos nosotros.
Para finalizar, dadas las noticias que del mundo nos llegan, es una realidad que alrededor del planeta se ha venido dando un proceso de destrucción de los símbolos que han significado esclavitud, explotación de los recursos naturales no renovables y el exterminio de los pueblos para aligerar de ellos a un universo ya suficientemente escarnecido por hechos fatales como el cambio climático o la pandemia referida.
This article is written in times of the pandemic to which we are subjected, considering that at the beginning of it the indigenous Guambianos risked toppling the statue of the founder of Popayán that was illegitimately erected on the top of an indigenous pyramid of pre-Hispanic character that there was. Obviously, this action sparked the controversy as to whether the Indians had acted with reason or without reason, and the document attempts to provide an answer, appealing to the incontrovertible fact that, although the story is written by the winner, it is always possible to review the sources used. by the successive historians and to proceed to a revision of the same, tending for a greater objectivity and a greater justice on the past of all of us.
Finally, given the news that reaches us from the world, it is a reality that around the planet there has been a process of destruction of the symbols that have meant slavery, exploitation of non-renewable natural resources and the extermination of peoples, to lighten from them to a universe already sufficiently mocked by fatal events such as climate change or the aforementioned pandemic.
Referencias
Acosta, Joaquín (1862), 1953. Descubrimiento y colonización de la Nueva Granada. Biblioteca de Autores colombianos. Bogotá.
Anónimo. “Relación de un testigo presencial, del avenimiento entre Alvarado y Almagro, y de las conquistas de Benalcázar en Quito, Cali, Popayán, etc.”, en Garcés, 1936. Colección de documentos inéditos relativos al adelantado capitán don Sebastián de Belalcázar. 1535-1575. Archivo Municipal. Quito. Pp. 579-582.
Anónimo. “Epítome de la Conquista del Nuevo Reino de Granada”, en Hermes Tovar Pinzón. 1996. Relaciones y Visitas a Los Andes. Siglo XVI. Región Centro-oriental. Colcultura. Bogotá. Pp. 121-145.
Andagoya, Pascual de. (1993) “Relación que da el Adelantado de Andaboya de las tierras y provincias de que abaxo se ara mencion”, en Hermes Tovar Pinzón, 1993. Relaciones y Visitas a los Andes. S. XVI. Colcultura. Bogotá. Pp. 103-186.
Arboleda Llorente, José María, 1966. Popayán a través del arte y de la historia. T. I. Editorial Universidad del Cauca. Popayán.
Arroyo Jaime (1848), 1955. Historia de la Gobernación de Popayán seguida de la cronología de los Gobernadores durante la dominación española (No impresa la cronología en esta edición). Biblioteca de Autores Colombianos. Bogotá.
Buenahora Duran, Gonzalo, 1999. Los campos de guerra o huestes, los caudillos, los soldados y las armas españolas de la Conquista. Sin editar. Universidad del Cauca. Popayán.
Buenahora Duran, Gonzalo, 2003. Historia de la ciudad colonial de Almaguer y sus Pueblos de Indios. Siglos XVI-XVIII. Editorial Universidad del Cauca. Popayán.
Caballero, Antonio. “Cambiar de receta”. En Revista Semana. 2004-09-14.
Caldas, Francisco José de, 1966. “Estado de la Geografía del Virreinato de Santa Fe Bogotá, con relación al comercio”, en Obras Completas. Universidad Nacional de Colombia. Bogotá.
“Carta de Sebastián Magaña, Visitador de la Caja Real de Popayán. Describe su llegada y estado de la Provincia”. Diciembre 12 de 1547. En Garcés, 1936. Colección de documentos inéditos relativos al adelantado capitán don Sebastián de Belalcázar. 1535-1575. Archivo Municipal. Quito. Pp. 263-286
Castellanos, Juan de. “A la muerte de don Sebastián de Belalcázar, Adelantado de la Gobernación de Popayán, donde se cuenta el descubrimiento de aquellas provincias, y memorables cosas en ellas acontecidas.”, en Revista Cespedecia. Boletín científico del departamento del Valle del Cauca. Cali. 1985. Pp. 61-81.
Cieza de León, Pedro, 1984. La Crónica del Perú. Las guerras civiles peruanas. Tomo I. Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo. Madrid.
De Niza Fray Marcos, 1539. Relación con legalización del escribano de Temixtitan. México de la Nueva España.
Friede, Juan, 1961. Vida y luchas de don Juan del Valle, primer obispo de Popayán y protector de indios. Ed. Universidad del Cauca. Popayán.
Garcés G., Jorge A, 1936. Colección de documentos inéditos relativos al adelantado capitán don Sebastián de Belalcázar. 1535-1575. Archivo Municipal. Quito.
Garcés Giraldo, Diego, 1986. Sebastián de Belalcázar, Fundador de ciudades. Feriva. Cali.
Guevara, Luis de. “Carta de don Luis de Guevara a Su Majestad. Da cuenta de su llegada a la provincia de Popayán; dice que Benalcázar socorrió a La Gasca en la pacificación del Perú; habla de otras cosas relacionadas con las conquistas de Benalcázar”. Septiembre 20 de 1549. En Jorge Garcés, 1936. Colección de documentos inéditos relativos al adelantado capitán don Sebastián de Belalcázar. 1535-1575. Archivo Municipal. Quito. Pp. 329-344.
Hagen, Víctor Wolfang von, 1978. The gold of El Dorado. Granada Publishing. London.
Hemming, Jonh, 1970, 1982. La conquista de los Incas. F.C.E. México.
Jijón y Caamaño, Jacinto, 1936, 1938. Sebastián de Belalcázar. 2 tomos. Imprenta del Clero. Quito.
Las Casas, Bartolomé de, 1985. “Brevissima Relación de la Destruyción de Las Indias”, en Obra Indigenista. Ed. de José Alcina Franch. Alianza. Madrid.
Lunardi, Federico, 1934. El Macizo Colombiano en la Prehistoria de Sur América. Arqueología y Prehistoria del Nudo andino de Colombia. Apartado del Instituto Histórico y Geográfico del Brasil. Imprenta Nacional. Río de Janeiro.
Magaña, Sebastián. “Carta a su Magestad, de los oficiales reales de Popayán, Luis de Guevara y Sebastián de Magaña, sobre el estado y sucesos de aquella Provincia”, Cali, 2 de febrero de 1544. En Garcés, 1936. Colección de documentos inéditos relativos al adelantado capitán don Sebastián de Belalcázar. 1535-1575. Archivo Municipal. Quito. Pp. V-XVII.
Meinecke, Friedrich, 1982. El Historicismo y su génesis. F.C.E. México.
Owler, Luís Nicolau d’, 1981. Cronistas de las culturas precolombinas. F.C.E. México.
Robledo, Jorge. “Relación de Anzerma”, en Tovar, Relaciones y Visitas a los Andes, siglo XVI. Colcultura. Bogotá. 1993.
Romoli de Avery, Kathleen, 1962: “El Suroeste del Cauca y sus Indios al tiempo de la conquista española. Según documentos contemporáneos.” En Revista Colombiana de Antropología. Vol. XI. Bogotá.
Romoli de Avery, Kathleen. (1987). “Apuntes sobre los Pueblos autóctonos del litoral colombiano del “Pacífico” en la época de la conquista española”. En Revista Colombiana de Antropología. 12, pp. 261–290.
Romoli de Avery, Kathleen. (1988). Vasco Núñez de Balboa, Descubridor del Pacífico. Plaza y Janés. Bogotá.
Rumazo González, José, (1946). La región amazónica del Ecuador en el siglo XVI. Banco Central del Ecuador. Quito.
Santa Gertrudis, Fray Juan de, (1970). Maravillas de la Naturaleza. Banco Popular. Bogotá.
Triana Antoverza, Adolfo, (1992). La colonización española en el Tolima. Siglos XVI y XVII. Cuadernos el Jaguar. Santafé de Bogotá.
Todorov, Tzvetan, (1989). La Conquista de América. Siglo XXI Editores. Bogotá.
Tovar Pinzón, Hermes, (1993). Relaciones y Visitas a los Andes, s. XVI. Instituto de Cultura Hispánica. Colección de Historia de la Biblioteca Nacional. Bogotá.
Trimborn, Herman, (1949). Señorío y Barbarie en el Valle del Cauca. Estudio sobre la Antigua Civilización Quimbaya y Grupos Afines del Oeste de Colombia. Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo. Madrid.
Velasco, Juan de, (1981). Historia del Reino de Quito en la América Meridional. Tomo II que contiene la Historia Antigua y Moderna. Biblioteca Ayacucho. Caracas.
Valencia Llano, Alonso, (1989). La Resistencia Militar Indígena en la Gobernación de Popayán. Ed. Fris. Popayán.
Vázquez Coronado, Francisco, (1539). Carta al Emperador dándole cuenta de la expedición a la provincia de Quivira y de la inexactitud de lo referido a (sic) Fray Marcos de Niza, acerca de aquel país.

Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0.
Los autores transfieren los derechos patrimoniales de su artículo a la Escuela Superior de Administración Pública - ESAP, manteniendo los derechos morales sobre sus obras. Los artículos de la revista Administración & Desarrollo se publican bajo la Licencia de reconocimiento de Creative Commons Atribución - No comercial - Compartir Igual que permite a terceros la copia, reproducción, distribución, comunicación pública de la obra y generación de obras derivadas, siempre y cuando se cite y reconozca al autor original, la primera publicación en esta revista, no se utilice la obra con fines comerciales y la distribución de las obras derivadas se haga bajo una licencia del mismo tipo.
Anteriormente se empleaba la licencia CC BY-NC-ND, pero se cambió a CC BY-NC-SA.